jueves, 21 de octubre de 2010

La nube de Mariola

Richard se presenta cariñoso esta mañana y yo en cambio, me muestro ausente y con el síndrome de los desubicados. Me cuenta que ha soñado conmigo toda la noche. Sonrío. Con mis pestañas claras aún por despegar, imagino entonces toda clase de pesadillas tipo; la de bruja mala quemada en una virulenta hoguera, por poner un ejemplo, o me sorprendo escuchando gritos que exclaman el típico ¡mujer al agua! provenientes de un viejo navío inglés del XVII mientras soy yo la que se ahoga en un mar gélido y atormentado y él, siempre el perfecto caballero al uso en cada caso, teniendo que rescatarme de los desvaríos de este mundo aciago.
Pero cuando le insinúo a Richard lo de las pesadillas con mi débil tono de penitente preocupación y sopor en este amanecer azul recién estrenado, me contesta con un contundente y despejado: “Ni hablar,mon amour, It was a sexy night”. Después, con el afortunado recurso del rey león me lleva junto a él y comienza un breve juego de besos y miradas cómplices.
“Me voy, te llamaré luego” me dice saliendo veloz por la puerta de la habitación, con su fuerte acento extranjero aún por perfeccionar, mientras yo me quedo ahí quietecita, con aspecto de novia cadaver, y con un dilema enorme porque no sé si ir primero a comprar un “bouquet” de flores silvestres para la cena informal de esta noche o pasar antes por la peluquería a recuperar el brillo de mi rubia y lacia cabellera. Tanto pensamiento profundo sin desayunar me abruma.
¡Dios, me acabo de hacer lo más parecido a un esguince de cerebro!. Dejo caer el camisón sobre el pulido suelo de madera de arce hecho con anchas laminas encajadas las unas con las otras mediante juntas estrechas, para acto seguido recoger de nuevo el camisón apresuradamente y echarlo en el cubo de la ropa sucia, con un toque en el gesto no disimulado, de rabia contenida. No puedo evitar contar el número de láminas que me separan de mi objetivo.

“Soy incapaz” me digo siguiendo mi particular manual de tortura interna. “3 segundos, ese es todo el tiempo que puedo dejar algunas cosas fuera de lugar”. Por eso me sorprende haber estado durante tanto tiempo en un lugar del todo inaceptable, a donde nunca debería haber llegado. Abro el grifo de la ducha y cuando puedo dibujar notas musicales en el espejo, me meto bajo el agua tibia. Si pudiesen oirse sonaría un réquiem.
Mi cuerpo, ese gran olvidado de los últimos tiempos, me agradece el calor que recibe del líquido elemento. Siento que todos los pensamientos contaminantes que me axfisian se marchan también por el sumidero, se retuercen como sanguijuelas y desaparacen. Durante un momento lo creo de verdad, que puedo mudarme de piel sin dolor y empezar de nuevo, con la impecable inocencia y la naturalidad con la que un niño lo haría. Unos segundos han bastado para sentirme libre de carga y culpa. Los mismos que necesito para salir de la ducha y secarme con ímpetu, enredando de nuevo mi pensamiento con todo aquello que me tiene en vilo desde hace tanto tiempo. Las notas del espejo parecen desprender un aroma familiar anaranjado y violeta, dulce, suave, envolvente.
Cuando termino el matutino ritual de belleza básica, que no es sino un reclamo de los primeros auxilios para un alma perdida, paso la mano por el armario ropero de derecha a izquierda, en una fingida actitud de no saber en absoluto que ponerme, pues en realidad mi cabeza hace tiempo que me da la orden precisa: “vaqueros” me dice una voz interior “¿Vaqueros en lunes por la mañana?” Me boicoteo sin un ápice de pena. Cambio entonces de armario y cojo los vaqueros más desgatados, rasgados por la moda y rematados en dobladillos por un fina pedrería blanca. La mitad de la gran decisión está tomada, “Bien Mariola”, me aplaudo, “No ha sido tan difícil ¿no?” y añado, “más vale que te vayas acostumbrando son los efectos secundarios de tu exilio involuntario”.
Después de la sesión leonina de hoy por la mañana al despertar, mi look no podía ser liso japonés, así que mientras pago mi efímero peinado, contemplo de reojo mi súper melena en el espejo de la peluqueria, frondosa como un bosque tropical del amazonas, llena de rizos armoniosamente colocados unos sobre otros.
“Te entiendo perfectamente” Me dice Lola la peluquera mientras me devuelve el cambio “A mí me ocurre lo mismo”. Levanto la vista y le sonrío “Puedo imaginarlo” Le digo. Y cuando voy camino de la floristería, pienso que debería llevar un ramo de flores silvestres, de las que crecen sencillas en la cuneta de una carretera o discretamente entre la maleza de un campo fertil, de esas flores pequeñas han nacido a su aire, sin un orden preciso y mezclarlas con rosas enanas blancas como la nieve.

Y de repente sin venir a cuento, la mera evocación de lo secillo me hace fantasear acerca de ese “sueño deseado” guardado desde hace un tiempo en mi corazón y que tanto me aflije a veces, obligándme a un disimulo vacuo que lo hace imperceptible de cara a los demás y siento que poco a poco ya estoy gestando con ello un nuevo interés, digno y más humano que me aleje de todo lo anterior y me devuelva mi vida.



“Si la recuerdo a ella/te olvido a ti/Ella es color celeste/vida sin vida/sabor a tempestad,/rama quebrada/y para siempre un sueño./Este dolor de miedo/esta angustia encerrada/este sabor a nada/son todos juntos, tú./Pero podrías ser/un puente a la alegría/un regalo del alma/un deseo de Dios.”



Y por alguna razón que no alcanzo a comprender en este momento, es recordando estos versos que alguna vez escuché en una voz ajena y joven, cuando deseo de nuevo y sobre todas las cosas ser madre. Esta misma noche se lo diré a Richard, pienso. Le alegrará oir que estoy preparada para formar una familia, la nuestra.Y cuando pronuncio la última palabra de nuevo la situación me abruma y surgen millones de razones para esperar tal vez un poco más.


Cuando termino de ordenar todos esos pensamientos pasados y presentes y soy capaz de salir de mi ensimismamiento, estoy ya de nuevo en casa, voy directa a la cocina. Es medio día y caigo como ave de rapiña, empicada sobre mi bocadillo de pan de cereales, pepino, tomate, jamón y salsa mahonesa, olvidándome de quién soy o a donde voy. Ahora, domino la técnica del “próximo minuto” y aunque aparentemente sencilla, no es en absoluto una técnica baladí para situaciónes como la mía. El poder de sus efectos es grande y necesario en momentos difíciles y obstinados como este, cuando no sabes que será de tu vida ni cómo afectará tu decisión al resto de las personas que quieres.
Pero incluso así, abatida y a ratos confundida, comiéndome un bocadillo en la soledad de una casa que apenas conozco en esta hora del día, no olvido que en la vida hay dos tipos de personas; por un lado están aquellos parias locos que se atreven a soñar cada mañana y por otro, están los cuerdos acomodados que pasan sus días temiendo despertar y recordar así lo que soñaron, cuando todavía creían en sí mismos. Me pregunto entonces a cual pertenezco yo, Mariola la apátrida y si deseo o puedo hacer algo para cambiarlo.
Despertar de mi letargo no es abandonar, sino reconducirme hacia un lugar mejor me digo, hacia algún lugar en el que no tenga que pedir perdón por respirar.


Desde este viejo edificio la calle se ve demasiado estrecha, es claustrofóbica esta sensación que tengo al contemplarla, y con ese estúpido pensamiento me doy cuenta por primera vez de que no es la calle sino él, el innombrable estafador quien me la produce.
Continuó obsevando a través de los cristales como si ese camino que contemplo a vista de pájaro, no fuese a ser capaz de albergar a todos los caminantes que pasen por él durante esta mañana de febrero. Después miro circunspecta al horizonte, buscando en vano el infinito de los sueños a través de los amplios ventanales de la cocina y mis húmedos ojos escapan conmigo tras las nubes que pasan junto a mí sin detenerse. Me marcho subida en una de ellas, preguntándome estúpidamente quién de mis enemigos me echará de menos en aquel panal de abejas reinas. Mi carta de renuncia está sobre el despacho del Director Gerente, un psicópata alcohólico disfrazado con don de gentes. Un trampatojo social sin escrúpulos. Alguien a quien no me es posible denunciar sin ponerme en una situación de riesgo incontrolable. ¿Cómo es que desde tan arriba aún puedo leer su contenido? Las lineas breves y concisas se van emborronando poco a poco. Es extraño, pienso, y sin comprender porqué todas aquellas personas que aprecio pasan delante de mi sin detenerse y sonriéndome. ¿Por qué no me hablan?
Me siento cansada, agotada en realidad, así que me acomodo lo mejor que puedo sobre esta nube lenticular detenida ahora sobre mis adorados Pirineos. Me gusta este olor a tierra recien mojada que percibo ahora,
es como si me anestesiase de todos mis males. Me relajo. Antes de cerrar los ojos por el peso de las pestañas, siento un líquido cálido caer sobre mi cara, fluye tan abundantemente que mancha mi nube blanca, son gotas rojas dibujando notas musicales. Cierro los ojos y ahora un montón de extrañas imágenes aparecen ante mí. Hay un cuerpo tendido boca abajo sobre una nieve recien caída, no se mueve, gime. Una hilera de copos granates van desde su cabeza hasta el arbusto más cercano. Quiero ayudarla, bajar de mi nube lenticular pero no me puedo mover, siento frío, mucho frío, estoy helada y lloriqueo como una niña pequeña.

Estoy boca abajo, no siento mis brazos, de hecho no siento ninguna parte de mi cuerpo ¿por qué estoy así? Frío. Blanco. Frío. Blanco. Un frío blanco me está congelando los huesos… me duele quiero gritar, siento miedo, estoy sola. El ruido fuerte de unas sirenas impide a mi voz hacerse oír. La luz es roja ahora. Gira. Rojo. Negro. Blanco. No me puedo ir así.
Ahora que he comprendido lo que es vivir sin pedir perdón por ello. Tengo muchas cosas que cambiar y otras tantas por aprovechar. Me muero. No. Estoy soñando. Es imponsible, no sería justo. trenta y cinco. Estoy al principio del resto de mi vida. Quiero ser madre, empezar mi verdadera vocación, envejecer con Richard y tener amigos nuevos, tengo que pedir perdón y dar las gracias a demasiada gente...

No. Esa de ahí no soy yo, ¡Qué susto me he dado!

Se han apagado las sirenas, todo está tan oscuro, huelo ligeramente a barniz, me siento extrañamente limpia, ¿Por qué voy vestida así? Estoy guapa pero demasiado pálida, ese color natural de labios que llevo no me favorece en absoluto. Mi pelo está ondulado con rizos desmallados sobre mis hombros.
Estoy cómoda. Todo es blanco de un blanco raso, brillante, suave, acolchonado. ¿Es llanto eso que escucho? ¿Quién llora? Richard me besa. No siento sus labios. Oigo un golpe fuerte como si alguien hubiese dado un portazo y cerrado algo.
Todo está teñido de un negro inmenso y definitivo, de un negro más intenso que la oscuridad que habita en los ojos de los mentirosos, de un negro que por serlo no se deja ver y se queda agazapado esperando que alguien lo encuentre. Hay una luz a lo lejos, puedo verla porque todo esta oscuro. La luz es pequeña, se mueve despacio, ¿Por qué viene hacia mi otra vez?
Hace un rato ya tuve que esquivar las de un volvo gris, lo recuerdo porque el loco de mi jefe tiene uno igual y reconocería su silueta de cualquir modo posible. La curva era cerrada yo iba deprisa pero sin rebasar el límite de velocidad, llegaba tarde a la cena de Sandra y estaba ansiosa por que Richard me viese con mi nuevo look, él tenía una reunión importante en la que se decidiría si volvíamos a Canadá, cerca de Quebec, o no, así que quedamos en que nos encontraríamos directamente allí.

Quería lucir especialmente hermosa esa noche, como luce la inocencia antes de ser despertada por el espanto. Con mi vestido negro y blanco largo de pedrería fina, sosteniendo pequeños cristalitos de swarosky que brillan como copos de nieve y cuyo diseño ciñe y serpentea mi figura, emulando la de un figurín.
No lo vi venir, salió de repente de algun sitio en el que no reparé y me siguió de cerca durante un rato. ¿Qué paso luego? No puedo recordarlo.

Me siento ligera, diferente, como nueva, en paz. Qué extraño es todo, ¿Por qué ya no me afectan las preocupaciones?¿Me habré vuelto loca?. La luz se aproxima, no sé si apartarme como hice la última vez, pero entonces apenas había arcén y recuerdo que sentí miedo al ver su familiar rostro en el espejo retrovisor, después creo que grité "estás loco". Sobre la nieve dejé escrito su nombre pero nadie reparó en ello, todo estaba tan oscuro. Fue después cuando recordé sus ácidas palabras, dijo que si abría mi puta boca se suicidaría. Pero fué a mí a la que apunto con su pistola de fogueo mientras sonreía y dejaba a la vista sus dientes enanos, como los de un roedor insaciable que no ha hecho otra cosa que roer vidas ajenas.

Me quedo quieta, tengo miedo a caerme de la nube que me sostiene. ¿Qué hora es? Llego tarde a la cena de Sandra. Los rayos de la luz me rodean, siento un calor agradable, me estoy alejando y no sé porque me voy. En mi mano derecha llevo un bouquet de flores silvestres con rosas blancas enanas, están salpicadas de un líquido rojo intenso pero todavía conservan su auténtico perfume.

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