jueves, 12 de marzo de 2009

Cleo




Cleo se atusó el vestido y cerró la puerta del dormitorio. Por fin estaba sola. Agradecía ese momento en que, después de una noche interminable, las plañideras se iban y ella se quedaba en silencio con el cadáver. “Santo padre, guarda esta alma pecadora cerca de tu regazo” solía repetir cada una de las veces. Después se dirigía a su pequeño zurrón y sacaba un trozo de cirio desgastado en el que se podía leer post mortem o algo parecido. Tras dejarlo dentro del ataúd se volvía hacia la ventana y comprobaba que estuviese perfectamente cerrada, corría las pesadas cortinas de alpaca y se disponía a encender el cirio. Después, apagaba la luz y pasaba el cirio varias veces sobre el cuerpo del difunto que todavía yacía en la cama, lo detenía sobre la frente y dejaba caer algunas gotas de cera. Solía pronunciar entonces unas palabras ininteligibles que repetía una y otra vez hasta que en algún momento de lo que ella denominaba ceremonia de transición, el cirio se apagaba al pasar de nuevo cerca de la cara del difunto. Pero eso sucedía minutos después de que contactase con su alma. Normalmente sino era un alma del género atormentado todo trascurría sin dificultad aparente. De hecho, llevaba años ocupándose de todo y nunca había tenido el más mínimo problema. Pero hoy Cleo no se sentía bien, no podía concretar qué era lo que la desasosegaba y le producía esa sensación de frío en las manos y en los pies, a la vez que sentía ahogo, como si le faltase el aire. Se aflojó un poco el vestido entallado que ceñía su prominente pecho y le pareció que recobraba un poco de ese aire. No podía sin embargo entretenerse más con el dichoso asunto, solo tenía 20 minutos para cerciorarse de que el cadáver quedaría con el aspecto sereno de persona durmiente. El fotógrafo lo dejaría entonces inmortalizado para siempre y su familia guardaría esa imagen para recordarlo. Se daba además la circunstancia de que de este difunto no existía ninguna otra fotografía. Su vida había sido demasiado breve y su familia demasiado pobre, así que tenía que dejarlo perfecto para la última y única foto. “¡Qué cruel destino!” Pensaba Cleo mientras se santiguaba y esperaba que el alma del difunto la viniese por fin a visitar. Si alguien de aquel pueblo enriscado en la montaña y cubierto siempre por espesas nubes blancas, hubiese descubierto alguna vez lo que sucedía dentro de aquellas habitaciones, la hubiesen echado como poco a la hoguera. Se trataba de gente ignorante y poco beata, que en el último momento se encomendaba a Dios, pero que profesaban un repentino y enorme respeto a todo lo que tenía que ver con los enterramientos. Esa era la opinión que Cleo tenía de sus vecinos. Las cosas estaban así y así había que dejarlas, a la par que mantenía todo el sigilo posible como antes lo había hecho su madre y mucho antes la madre de su madre.
En Pico blanco del cielo todo el mundo pensaba que esa disposición voluntaria que mostraba Cleo por adecentar cadáveres no era sino una forma de ganarse la vida y compensar la desgracia divina que había hecho que toda su familia durante generaciones fuese un punto retrasada.
Y Cleo que era de temple taciturno y poco dado a hacerse notar, nunca había estado dispuesta a hacer nada que les hiciese cambiar esa opinión.
Miró su reloj, ese día se estaba presentando complicado, así que siguió repitiendo aquella frase una y otra vez, hasta que sintió un gélido viento recorriéndole el rostro. ¡Por fín! Ya empezaba a pensar que aquel pobre muchacho nunca descansaría en paz. Así que se dirigió al zurrón por segunda vez y saco un poco de incienso. Lo colocó sobre un cuenco de barro y le prendió fuego. Después lo sujetó con ambas manos mientras se arrodillaba. Dejó esta vez el cirio junto al difunto y en pocos segundos, éste se apagó.
Todo quedo oscuro, negro como la muerte y entre el humo del incienso se empezó a ver un hilillo de luz que iba tomando forma, hasta configurar el rostro del fallecido.
Cleo le hizo entonces la pregunta de rigor: “¿Tienes algo contigo que desees dejar en este lado?” Entonces el humo se desdibujo y se pudo leer claramente, "no".
Después hizo la pregunta más difícil “¿Tienes algo en este lado que te sea necesario llevar al otro mundo?”. Y entonces el humo empezó a revolverse de tal manera que Cleo se impacientó. En la mayoría de los casos habidos hasta entonces el difunto se limitaba a decir de nuevo no y Cleo, podía así dar por terminada la ceremonia. Después se apresuraba a adecentar el cadáver tal y como querían los familiares y ahí acababa todo. Así que cuando el humo comenzó a desdibujarse sin proceder a componer una forma fija Cleo se preocupó de veras y con un hilo de voz volvió a repetir la pregunta “¿Tienes algo en este mundo que te sea necesario llevar al otro lado?” Esta vez lo dijo más cerca del oído del difunto.
De repente, todo quedó de nuevo en una completa oscuridad y Cleo hubo de desabrocharse el resto de lo botones para poder respirar, el corpiño asomaba debajo de la enagua y sentía que el corazón se le salía por la boca.
Fue a tientas por aquella estancia y trató de buscar el interruptor, se tropezó con la cama donde yacía el niño muerto y al apoyarse para no caer, notó un tejido que le era familiar.
Después se enderezó y dio por fin con el interruptor. Cleo se alegró enormemente de encontrarlo tan rápidamente. Vale que el difunto era solo un niño pero ella nunca había desdeñado el poder caprichoso de los niños. En un segundo la vieja lámpara de cristal de Murano que había sobre la mesilla de noche, se encendió. En ese momento se dio cuenta de que ya no sentía la falta de aire y que se encontraba excepcionalmente enérgica. Se giró no sin la preocupación de que el ritual no hubiese acabado como debía y entonces vio que sobre la cama de ese dormitorio en el que había permanecido a lo sumo diez minutos, se hallaba un cadáver que le era familiar. ¿Dónde estaba entonces el del niño?
Cleo se acercó de una zancada a la cama y un escalofrió que la dejo verdaderamente helada recorrió su diminuto y jorobado cuerpo. Era su propio cuerpo el que yacía inerte y pálido sobre esa cama. Tuvo entonces una sensación de agonía indescriptible. Ese maldito niño caprichoso se la había llevado al otro lado, sin más. ¿Pero, cuando había sucedido eso? Sintió un enorme vacío, porque con tanto secretismo había olvidado enseñarle a alguien qué se debía hacer cuando ella muriese. Así que ahora, se quedaría atrapada para siempre en esas cuatro paredes. Dejando resignada su cuerpo sobre la cama se dirigió a las paredes de donde colgaban algunas fotografías. En una de ellas ese maldito niño aparecía con los ojos cerrados y las manos juntas en señal de mortandad. Entonces lanzo un grito, ¿Quién diablos había preparado ese cadáver para la foto? Ese era su oficio. Segundos después cuatro personas ataviadas de negro entraron en la habitación cogieron su cadáver y lo metieron en el ataúd, no sin antes haber proferido la correspondiente tanda de espeluznantes gritos y lloros incontrolables. Cleo se atusó el vestido y cerró la puerta del dormitorio. Por fin estaba sola. Agradecía ese momento en que, después de una noche interminable, las plañideras se iban y ella se quedaba en silencio con el cadáver.

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