viernes, 27 de febrero de 2009

La perfecta interrogación

La primera vez que la vi, no llamó demasiado mi atención, tan solo pensé que me resultaba un tanto familiar.
Su aspecto era el de una mujer de apariencia frágil y rasgos amables. De hecho, no sobresalía especialmente del resto de personas que forman grupo en el patio del colegio.
Pero sin saber porqué, continué mirándola, asegurándome de que ella no notase que la observaba.
Porque de haber sido descubierta no habría encontrado palabras adecuadas para disculparme.
Me fijé entonces, que vestía un sencillo y clásico traje chaqueta color beige, que acompañaba con una divertida camisa negra, de cuello alto y con un encaje elegantemente abierto, que dejaba de ese modo todo el protagonismo a la simpática gargantilla estilo años veinte que rubricaba el conjunto. En general su aspecto me agradaba, supongo.
Ya entonces, desde el primer momento que reparé en ella, su edad me pareció un lujo y me pregunté cómo se estaría permitiendo vivirla y si ese aspecto tan cuidado que mostraba, estaba o no de acuerdo con sus sentimientos o si más bien iba disfrazada de mujer segura de sí misma.
Tan pensativa me encontraba que casi no reparé en el profundo viaje interior que ocultaba su sonrisa. Era, ¿cómo decirlo? la perfecta presente pero ausente.
No pasaron más de unos segundos cuando, la vi alejarse hacia el salón de actos, hostigué entonces a mi memoria para que me regalase algún fotograma con la información suficiente para comprender que ocurría, pero nada obtuve por respuesta.
Cinco minutos más tarde todo el grupo desaparecía hacia el interior de la sala, y yo regresé en un único parpadeo, a mi estado de consciencia.
Repasé el montón de cosas indeterminadas que tenía que hacer esa tarde y sopesé acompañado con un gesto el número de kilos de cansancio que necesitaba arrojar en el tatami.
Pasada una hora en la que secuestré mis pensamientos, se abrió la puerta y un número no identificado de niños y niñas uniformados comenzaron a salir, unos marchaban correteando al patio, otras negociaban con las madres la vuelta a casa antes de que terminase la jornada escolar. Todos ellos parecían de un modo u otro, contentos.
Ella salió pronto de la sala, entre los primeros, con la niña llamándola y haciéndole carantoñas como si quisiera así comprar algún permiso. Sonreí al verlas y pensé en cual sería la clase de amor que sentiría la una por la otra. ¡Cómo si el amor en su sentido mas verdadero pudiese ser de otra forma que puro e incondicional!.
De no haber sido por las continuas miradas que lanzaba hacia otro lugar hubiera pensado que nada había cambiado tras la función. El viento comenzó su sonata y sentí de repente cómo el frío había insensibilizado mis manos.
Mi pensamiento se había quedado helado también, al tener el extraño convencimiento de que algo había sucedido dentro de esa sala. Nada grave desde luego, pero algo que le había rozado el corazón lo suficiente como para preocuparla.
Me abotoné el abrigo y levanté la vista, fue así que reparé en las profundas ojeras que rodeaban la amable expresión de sus ojos, y por alguna razón que entonces no comprendí bien, una profunda pena me acompaño esa tarde.
Ella siguió caminando, mientras con una mano trataba de retirarse el pelo de la cara. Su marido la acompañaba, había estado con ella toda la tarde, y en el roce de sus manos cuando cruzaban la calle, percibí que esa tarde, lo necesitaba especialmente, pero ¿Se habría dado cuenta él?.
Llegaron hasta el parking que se encontraba embarrado y silvestre. Antes de dirigirse a su coche, se despidió de las otras personas que las acompañaban.
Cuando había dado por supuesto que se marchaba, otra mujer la llamó e intercambiaron una breve conversación que se me antojó tensa.
La vi incomodarse antes de despedirse y sin embargo parecía como si manejasen un afecto diferente al de los encuentros forzados.
Durante la escena, apenas había un poco de luz tratando de escapar entre las nubes negras que acompañaban una tormenta que nunca se detendría, en estas tierras.
Entré en el coche un tanto confundida y triste, no le comenté nada a mi marido, hasta pasados unos minutos. Me sentía mal sin saber muy bien porqué y eso me fastidiaba bastante.

Avanzaron los días y fuimos trazando los caminos más tradicionales. No puedo recordar exactamente cuánto tiempo había transcurrido desde ese día al siguiente. No demasiado, tal vez solo unos pocos, seguramente no llegaba a un mes, pero la Navidad estaba ya cerca. De hecho, recuerdo que había entrado a tomar una manzanilla para descansar un poco tras hacer unas horas extras para Papa Noel. Me encontraba bastante animada ese día, casi diría que incluso tranquila, pero como siempre a esas tardías horas, un justificado cansancio me recorría el cuerpo.
La cafetería, estaba prácticamente llena y me dirigí hacia el fondo donde además de sitio parecía que hubiese también más silencio. Pedí una manzanilla con limón y cuando me la trajeron cogí el tazón entre las manos y dejé que su calorcito las reconfortara.
Tranquila, feliz de no haber programado para última hora las compras de la navidad de ese año, daba vuelta al contenido del primer sobre de azúcar moreno. Un relajante aroma a manzanilla suavizaba un poco el ambiente cargado de humo y gentío. Esperé unos minutos a que la infusión alcanzase su perfecto color ocre. Eché un vistazo al reloj. Las ocho. De nuevo dí vueltas a la infusión para conseguir enfriarla un poco supongo, o para no pensar en nada.
Entonces, un grupo de cuatro mujeres interrumpió mi no pensar en nada. Me giré un poco, para retirar el bolso y dejar más paso. Oí un suave “gracias” y levanté la vista.
“El destino supongo” me dije a mi misma casi sonrojándome pero sin sorprenderme de mi comentario. Las percibía a todas ellas al mismo tiempo como una foto de grupo, tenían entre trentaitantos y cincuenta años, un grupo de cuatro mujeres en apariencia igual al que podía estar en ese momento en cualquier otra mesa de la cafetería.
La razón por la que habían quedado esa tarde estaba clara, o eso me pareció a mí, puesto que también ellas portaban bolsas de regalos.
No me hubiese preguntado nada más, de no haber sido por que ella, la perfecta interrogación, la mujer misteriosa del colegio, estaba entre ese grupo.
Supongo que no pude evitar seguir allí más tiempo del que en realidad me era conveniente. Todo empezó, sin yo quererlo, así que sin quererlo y de un modo diferente al esperado termino también.
Comenzaron a sentarse sin demasiado protocolo, y aunque no estaba segura de la clase de lazo que podía unirlas, me pareció casi un juego tratar de adivinarlo. Mis sensores auditivos se actualizaron en su última versión y lo juro, no se si estaba haciendo lo correcto, pero permanecí allí tratando de comprender lo que le estaba sucediendo a mi “perfecta interrogación”.
Ya no me pareció tan misteriosa, ese sentimiento familiar que había tenido hacia ella la primera vez que la vi, se seguía ratificando esta segunda vez. Era como si en el fondo supiera que aún sin información precisa, lo supiese todo sobre ella y empecé a sentirme casi como si fuera ella.
Yo no participaba aparentemente de su conversación, pero sí lo hacía más de lo que en esos momentos era capaz de comprender. El asunto en cuestión (que me acaloró), comenzó como algo trivial una mera información donde opinar diferente era sencillo y no tenía porque levantar ninguna suspicacia.
La vi salir al ruedo de una forma que me pareció digna, ella templada en sus comentarios, como de res mansa tratando de reconducir la conversación hasta el burladero
(Hasta que no llegué a casa más tarde y pensé en ello, no entendí porque la imaginé en un ruedo sola, completa y tristemente sola.)
Su tono era tan suave en la conversación que francamente, no reparé en que comenzaba a sonrojarse y sus manos casi siempre heladas parecían cobrar una ardiente e inusual temperatura. De no haber estado tan involucrada en las palabras me habría podido fijar mas en los signos y el aparente tono suave no me habría confundido. Habría comprendido, que acorralada y cuestionada de aquella manera por sus pares su inconsciente comenzaba a prepararse para un ataque frontal.
Ella utilizó palabras duras para su defensa, reales pero duras, y enseguida se dio cuenta del poco sentido que tenía haber entrado al trapo, todo lo que sabía le vino a la cabeza. Todo, lo que las otras ignoraban.
Hubiese sido fácil decir “tengo prisa” y marcharse, pero también habría sido evidenciar lo que no era real. No podían derrotarla, ya no. Ella era ahora mucho más real que la otra, o mas bien la otra comenzaba a fundirse dentro de mi misma tan sutil y delicadamente como la había percibido. La perfecta interrogación me dije, y deseé caminar hacia la oscuridad de la noche, como si nunca antes de aquel día me hubiera encontrado con nadie tan parecido a mí.

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