sábado, 21 de febrero de 2009

La emboscada

Por fin lo había dicho, no estaba seguro de dónde había sacado aquel razonamiento, pero debía ser algo con lo que llevaba conviviendo un tiempo largo, porque si no, no lo habría pronunciado de una manera tan clara y tan pausada. De hecho, en otras ocasiones se habría dirigido a su socio en otros términos más fuertes, le habría devuelto un exabrupto como hacía él y punto. Algo al estilo de “que te jodan” y el otro habría alzado la voz todavía más, hasta que de nuevo, él hubiera intervenido para decirle por enésima vez, “baja la voz, tú eres el primero en informar de todo al enemigo con tus gritos”
El tono de voz de su socio siempre había sido superior en decibelios al resto de las personas que conocía, era parte de su ser, una forma de funcionar que le ponía la adrenalina a tope y le obligaba a estar siempre a la defensiva, para gracia o desgracia de los que le rodeaban.
Pero bueno, se trataba de tíos ¿no? Yo golpeo, tú la esquivas.
Sin embargo ese día, se dio cuenta de que estaba cansado de esa forma de relacionarse tan alienante, aunque eso sí, lo hizo de forma casi inconsciente. Primero fueron las palabras y sólo después de escucharse así mismo fue cuando tomó consciencia de su situación. Sabía que hablaba en serio. Lo sabía él y lo sabía su socio. Porque por primera vez después de contestarle no supo qué responderle y calló. Se hizo un silencio que en ese momento le pareció una eternidad, incluso se atrevería a decir que el efecto de sus palabras le habían cambiado el rictus haciéndole pasar del cabreo al arrepentimiento.
“¿Sabes? El día que deje de contestarte empieza a preocuparte, porque significará que te doy por perdido”. Y se lo había dicho tranquilo, sin acritud, casi con pena como si aquella frase le hubiese venido a modo de revelación. Y luego se fue con la agridulce sensación de haber envainado su afilada espada a tiempo. Porque eso es lo que había pensado siempre, que las discusiones entre ellos eran como un ejercicio mental entre espadachines, donde después de todo nadie salía herido de muerte. Pero debía estar haciéndose viejo, porque un comentario estúpido le había molestado ese día sobremanera y sin embargo, en mitad del recorrido había recogido su espada y soltado aquella frasecita que en otros tiempos habría achacado a alguien de carácter más débil.
Sería eso. La edad. Ya no le iban las emboscadas verbales. A partir de ahora dejaría la espada en casa y se presentaría a cuerpo ante su socio. Veríamos que tal le iba así sin el filo siempre apunto y con la crisis por delante…con la crisis y los traidores que quedaban dentro la redacción.
Se dirigió por última vez ese día al redactor jefe para darle las últimas instrucciones sobre el número de esa semana y luego se marchó. Apagó la luz de su despacho y dejo una nota sobre la mesa de su socio. Entre medio de la nota asomaba una carta, un ll “el caballero de las espadas”.

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